De ayer a hoy Pasada la celebración de Sant Jordi, Luis Racionero reflexiona sobre las perspectivas del mundo editorial y sostiene que no es la tecnología la mayor amenaza sino la desmedida cantidad de libros que se publican
La sabiduría ya no se calibra en los textos de un autor; se solicita opinión a los autores más catódicos
Celebro desde hace más de tres décadas el día del Libro en Barcelona, que coincide con la onomástica el patrón cristiano de la ciudad, un día en la que ésta revela al visitante ciertas facetas muy significativas de su civilidad, que normalmente esta ciudad reservada y reticente no muestra. Regalar un libro en señal de amor se corresponde con la finura que suponía galardonar al mejor poeta - en los Jocs Florals medievales-con una rosa natural y al segundo con una rosa de oro. La costumbre se sigue manteniendo, pero el libro ha pasado de ser la flor de oroaser un sucedáneo antecesor de la información virtual amasada en iPads que contendrán miles de libros.
Hay quien cree que al libro lo puede destruir el ordenador y sus accesorios. Personalmente creo que lo más dañino contra el libro en los últimos años no ha sido la tecnología virtual sino la desmedida cantidad de libros que se publican. En este caso, de la cantidad no nace la calidad, como afirmaba Goethe, sino más de lo mismo: repetición, mimetismo, saturación. ¿Por qué de repente no se concebía, hace un año, la literatura sin una novela nórdica erótico-policíaca y luego pasamos a vivir sin Larsson con la misma volubilidad con que decidimos que no podíamos vivir sin él?
La moda es el corolario del reino de la cantidad y sus visires son los publicistas, no pueden haber fondos editoriales sólidos porque la moda se opone al fondo. Los editores, sin criterios para decidir lo que vale, dan palos de ciego publicando todo lo que se parezca a Harry Potter o a la trilogía de Stieg Larsson para ver si dan con un best seller.Toda la hojarasca que acompaña o empaña al best seller - en caso de lograrlo-no puede quedar como fondo editorial y debe ser reciclada para transformarse en más hojarasca.
Así las cosas, el escritor ya no es lo que era. Aquellos oráculos de la nación que fueron Ortega y Gasset, Marañón, Unamuno, o en mi juventud Madariaga, ya no son visitados en sus torres de marfil junto a Delfos para consultarles el futuro, sino que, como Sánchez Ferlosio, viven olvidados, casi ignorados porque su opinión ya no interesa. A quien ahora se consulta es a alguien que "salga por televisión".
La sabiduría ya no se calibra en los escritos de un autor sino que se solicita opinión a quienes más aparezcan por televisión. De mí se decir que un día tuve que oírme "¿Usted ha salido en Buenafuente?, entonces es famoso". Me alegro por Buenafuente, que es muy amable e inteligente, pero la cosa no iba así en tiempos de Ortega y Unamuno.
El deterioro de la imagen del intelectual corre pareja con la caída del libro y su caída viene, paradójicamente, ami entender, de su cantidad. Demasiada hojarasca. Sólo unos pocos seguimos reeditando libros escritos en los años setenta, ochenta o noventa. La mayoría de lo que se ve ahora en un escaparate de librería desaparecerá con el otoño, como las oscuras golondrinas, que volverán por San Jordi, pero no son las mismas del año anterior. Sin los clásicos no hay criterio Pero no desesperen; el libro no desaparecerá, del mismo modo que el avión no ha sustituido a la bicicleta. Nadie la usará para viajar, pero los fines de semana o las horas muertas del día, invitan aun paseo relajado en el arcaico bípedo rodado. De este modo, coger un libro entre las manos y adentrarse en el Sahara por el Tasili en Pierre Bensot, es un viaje placentero en las horas muertas de un sábado por la tarde.
La cuestión es si esta afición al libro, que a mi generación se nos inculcó de niños, seguirá siendo instigada en los que ahora aprenden a leer. Me anima a suponerlo un hecho cada vez más frecuente: en las discusiones de café, llegados al impás del dato, se echa mano del móvil con e-mail y se consulta la duda en Wikipedia. Pla contaba que en Palafrugell, en el bar, llamaba a un vecino que no salía de casa porque leía y le obligaban a acudir a la tertulia para discutir cuestiones de datos. A mí, y perdonen la petulancia, me llamaban a veces mis amigos de Casa Pepe, para corroborar un nombre o una obra. Ya no, Google y Wikipedia han acabado con los memoriones y eruditos.
Lo único que nos queda a los leídos es el criterio para saber cómo preguntar, dónde se puede encontrar y por qué caminos llegar a la información, aparte, sobre todo, de la capacidad de evaluar la calidad y veracidad de las respuestas encontradas. Sin leer a los clásicos no se puede tener criterio, por más Wikipedia que se consulte. Sin estudios de humanidades se es una cotorra de Google y todo eso está en los libros, no en Google. De ahí que la horteresca idea de eliminar las humanidades en la educación secundaria me parezca la peor aberración perpetrada por estos gobiernos de ignorantes y horteras que estamos sufriendo. Ahí sí lograrán destruir el libro. Sin clásicos y sin humanidades, los libros tienen los días contados.
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